–“Yo sé, Alex Mikailovitch Melvinski, que,
desde tu infancia, te compadeciste de mí y mucho te impresionaba la desventura
de mi vida. Sé que me amabas, y agradezco, padrecito, el afecto demostrado a mi
humilde persona. Agradecida por sentir en mí tu simpatía. Un día, después de mi
travesía para la vida del Espíritu, prometí a mí misma relatarte la causa de mi
expiación en la Tierra, si Dios me lo permitía. Hoy llegó la ocasión esperada
hace tantos años.
Sepa usted, Alex Melvinski que las
expiaciones vividas por nosotros en el
Mundo terrenal tienen siempre como causa
nuestro mal proceder en un pasado vivido por nosotros mismos en otras épocas
existenciales. Nada sucede en rebeldía de la ley de Dios. Nosotros, almas y hombres, somos individualidades
inmortales, con la particularidad de que vivimos varias fases de la vida
corporal, revivimos en el estado espiritual y volvemos a ocupar otros cuerpos
terrenales, en nuevas vidas, recomenzadas con nuevo nacimiento, como hombres.
Antes de yo ser la personalidad Carla
Alexeievna, viví con otra personalidad y
otro nombre y amé a mi querido Ruperto, que también vivía con otra forma
física, otra personalidad, usando otro nombre. Eso es la reencarnación, que los
Espíritus del Señor explican a los hombres en la actualidad.
Éramos esposos y nos amábamos tiernamente.
Pero, nuestra felicidad tuvo una pequeña duración. Mi querido Ygor
Fiedorovitch, como él se llamaba entonces, murió en una guerra, en el tiempo de
Pedro, el Grande, 5 Pedro I, el Grande, Zar de Rusia, de 1682 a 1725.
Dotado de una voluntad de hierro y de una energía incomparable, supo beneficiar
y engrandecer la Patria. Fue el mayor gobernante de Rusia en todos los tiempos.
Desesperada, desilusionada, sin poder ni
siquiera llorar sobre la tumba de mi bien amado, arruinada, enferma, perdí la
fe en Dios y en mí misma y, un día, me dejé precipitar desde el tercer piso, donde
residía, y donde la desgracia penetró con la desaparición de mi Ygor, cayendo sobre
las piedras del patio. Mi cuerpo, maltratado por la caída, fracturado, contundido,
dislocado, sucumbió tres días después, víctima de mí misma, Haciéndome sufrir intensamente, pues yo no
pude, no quise vivir sin mi Ygor. Pero el suicidio es un crimen
grave, que
pesa mucho en la balanza de la ley Divina. Muy pronto comprendí que yo poseía
un alma, que sobrevivía a la destrucción del cuerpo.
Separada de aquel cuerpo, me sentía viva,
pero sufriendo las mismas angustias de la pérdida de mi Ygor, sin poder verlo,
sin obtener noticias de él, alejada de todos los que me amaban y a los cuales
ofendí con el suicidio, y, ¡cruel realidad!, sufriendo también las dolorosas
consecuencias del suicidio del cuerpo en mi estructura espiritual. Sentí huesos
fracturados, a pesar de estar desligada del cuerpo, imposible de recuperarse.
Me sentía invalida, deformada, fea, más adolorida y desesperada que nunca. No
me podía apartar de la escena de mi caída del tercer piso. La veía y la
Sufría al mismo tiempo, llena de pavor y
sensaciones reales, como si cada momento yo me lanzase otra vez, para sufrir lo
mismo, eternamente. Así me demoré por mucho tiempo, no sé por cuanto tiempo,
perdida en las tinieblas de aquella angustia indescriptible, presa de una
pesadilla incomprensible, que me subyugaba la voluntad.
Pero, un día, adormecí pesadamente, creo
que durante mucho tiempo, y, después, al despertar, comprendí lo que había
pasado. Yo había matado en mí, sólo el cuerpo carnal, pero el alma,
construida de esencias inmortales, había sobrevivido a mi desesperación y allí
estaba, viva y racional, arrepentida, sufridora, avergonzada de su crimen
delante de Dios y de sí misma. Tuve fuerzas para orar y oré, pidiendo perdón a
Dios, deshecha en lágrimas.
Entonces, llegaron con la finalidad de
socorrerme amigos y asistentes. Eran
Espíritus, como yo, pero felices porque
traían tranquila la conciencia y vinieron
para ayudarme. No los reconocí porque mal los distinguía en la fuerte penumbra
del aura que me circundaba. Yo era un alma rebelde, que no poseía sensibilidad
para ver y comprender a los ángeles de Dios.
Ellos me informaron que yo había cometido
un delito gravísimo y que un siglo sería poco para que pudiera repararlo,
rehabilitándome ante la Ley Suprema. Me enseñaron ciertos detalles de esa Ley,
muy importante, y necesaria para todos nosotros, dándome la confianza de que yo
podía recuperarme a la sombra de Jesucristo. Me fue presentado un amplio
panorama de modos de vivir para Dios y el prójimo. Lo examiné detenidamente y
reflexioné sobre él, después de lo que me dijeron:
–“Escoge por ti misma lo que deberás hacer
para desagravar la conciencia y rehabilitarte del suicidio. Lo que escojas será
tomado en consideración y se realizará.
Pero, medita con madurez sobre todo lo que
te conviene, porque, una vez escogido, el camino a seguir será irrevocable.
Escogiéndolo, estarás labrando tu propia sentencia.
Si tuviste fuerzas para infringir la Ley de
Dios, también las conseguirás para rehabilitarte del oprobio de haber
infringido ésta. Pero, debes saber que las realizaciones a efectuarse para ese
inapelable servicio serán probadas sobre la Tierra, viviendo tú en un nuevo
cuerpo humano, como suelen ser los cuerpos materiales terrestres”.
Medité profundamente sobre esas
advertencias. Después de algún tiempo de profundas y penosas meditaciones,
llegué a la conclusión de que me competía lo siguiente:
Yo había infringido gravemente la
Ley de Dios, matándome, porque no me Conformara a vivir sin mi Ygor, que había
muerto en el campo de batalla. Pues bien, yo debía ahora reparar mi
falta, probándome a mí misma mi arrepentimiento por aquel acto cometido,
resignándome a vivir sin Ygor después de haberlo amado nuevamente, en la
próxima existencia. Jesús me daría amparo y consuelo para que saliese
victoriosa de ese terrible testimonio.
Presentada mi petición a los asistentes que
me servían, fue aprobada y
Considerada correcta, coherente con la Ley
Suprema. Entonces, me mostraron a Ygor por primera vez, después de muchos años,
después que el cayera en el campo de batalla. Él ya había vuelto a la Tierra en
renovada existencia y contaba dos años de edad. Lo vi jugando en la terraza de
la mansión de sus padres, bajo los cuidados de una institutriz. Era de familia
noble y ahora se llamaba Ruperto van Gallembek.
Inmediatamente reconocí a mi amado Ygor
Fiodorovitch, a pesar de la diferencia de indumentaria carnal humana. Sentí
revivir en mi alma la antigua llama del amor que le consagrara antes, y mi
alegría fue inmensa al reconocer que nuestro amor no se había extinguido, antes
sería revivido por una ventura más sublime de lo que fuera antaño.
–No te olvides, amada Carla, de que te
separarás de él en la próxima existencia terrena. Tu testimonio implica la
necesidad de la resignación ante la ausencia de él en tu vida –me advirtieron a
tiempo mis asistentes.
Estuve en pleno acuerdo con la necesidad
que se imponía y comencé, entonces, a prepararme para la gran jornada de la
expiatoria reencarnación, llena de deseos de liberar a mi conciencia de la vergüenza
del suicidio, acto propio de caracteres débiles e inconsecuentes.
Pero yo, no había liberado mi conciencia de
las vibraciones mentales del peso de haber deformado y matado mi cuerpo, tan
bello y joven, destrozándolo con la caída del tercer piso. A veces me sentía
deformada, tal y como quedó el cuerpo, inválida, los huesos fracturados. Y
sabía que ese peligroso complejo podía influir poderosamente en mi futura
condición física en la Tierra. Era el reflejo del suicidio, que, posiblemente,
me acompañaría en la reencarnación y tal vez causase la separación entre Ygor y
yo, para que el testimonio fuese completo. Pero, nada temí. Es tan
dolorosa la angustia del remordimiento en la vida de Ultratumba que nosotros,
los culpables, nos sujetaríamos a todo con tal de liberarnos de ella. Me volví hacia Dios, me instruí en las
recomendaciones de los Evangelios, que son las voces del Cielo, y, pasado algún
tiempo… renací en Kazan y me llamé Carla
Alexeievna. Lo que fue mi vida y el testimonio que di a la Ley de Dios,
infringida por mí en otra época, con el suicidio, tú lo sabes. Hoy me siento
redimida de aquel pecado. Y ahí está, mi querido Alex, la explicación que
deseabas sobre la causa de aquella invalidez Que te incomodaba. ¡Ella fue mi redención!” Seguía la firma patente de Carla Alexeievna.
Fragmento
del libro: UNA LECCIÓN SOBRE LAS
CONSECUENCIAS DEL SUICIDIO- León Tolstoi -(1828 – 1910) Descargas: biblioteca: (www.espiritismo.cc)
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Cada conciencia es una creación de Dios, y cada existencia es un eslabón sagrado en la corriente de la vida en que Dios palpita y se manifiesta.
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